Nicolás Romero: El León de la Montaña, cuyo destino se entrelazó con El Limón de Papatzindán
En el corazón de México, donde la tierra canta historias de lucha y valentía, nació Nicolás Romero, un 6 de diciembre de 1827, en la entonces población de Nopalá, hoy Hidalgo. Desde joven, la rudeza del campo forjó en él un carácter recio y decidido, cualidades que lo convertirían en un guerrillero legendario.
México, en aquel entonces, se debatía entre el fuego de los Conservadores y los ideales reformistas de Don Benito Juárez. El alma de Romero, vibrante de patriotismo, lo impulsó a unirse a los "Guerrilleros del Ajusco", cerca de la Ciudad de México, donde inició su admirable carrera como soldado Chinaco, dominando las tácticas de guerrilla con maestría.
Ante la superioridad del invasor francés, con sus Zuavos y Belgas, Romero buscó refugio en tierras peligrosas, eligiendo el oriente michoacano, ese "Nido de Águilas y guarida de Leones", con Zitácuaro como centro de operaciones. Era un hombre de unos 30 o 34 años, moreno, de estatura regular y delgada, con una cicatriz en la mejilla, recuerdo de una batalla en Cuernavaca. Vestía como el pueblo, traje negro y sombrero de fieltro, y su presencia irradiaba el espíritu indomable de México.
Romero era un jinete excepcional, un artista en las charrerías, que no necesitaba espuelas ni pistola para dominar al caballo y la lanza. Era un símbolo de la región, un espejo de los valores más puros de nuestra tierra.
La ruta heroica lo llevó a unirse a Don Vicente Riva Palacio, al mando de cien jinetes. Con el refuerzo de las guerrillas Garza y una compañía de rifleros, nació el temido "Escuadrón Zaragoza de Romero", que infligió duros golpes a los franceses y Zuavos de Napoleón III.
Pero el destino, a veces cruel, tenía reservada una página imborrable en la historia de nuestro pueblo. El 30 de enero de 1865, Romero yacía en cama, víctima de una caída de caballo ocurrida en un jaripeo en El Limón de Papatzindán. Al día siguiente, la calma del campamento republicano en este suelo sagrado se rompió con el estruendo de los disparos.
Los Zuavos de La Madrid desataron un infierno, tiñendo la tierra de Michoacán con la sangre de valientes Chinacos. En la confusión, el Coronel Romero desapareció, buscado con saña por el enemigo.
Y entonces, la ironía del destino. Un soldado francés, en busca de un gallo para su comida, lo persiguió hasta un frondoso chaparro, un árbol que aquí llamamos "tirinchicua". Al levantar la vista, lanzó un grito que heló la sangre. Entre las ramas, como un león herido pero indomable, se encontraba Nicolás Romero. El aguerrido Chinaco, el patriota singular, había sido capturado en nuestra tierra.
Romero fue llevado a la Ciudad de México, donde una corte francesa lo condenó a muerte junto a otros tres guerrilleros. El 18 de marzo de 1865, en la Plaza de Mixcalco, enfrentó el pelotón de fusilamiento con la frente en alto, junto al comandante Higinio Álvarez, Encarnación Rojas y el sargento Roque Pérez. Las balas imperiales segaron sus vidas, pero no su legado.
"Cayó una estrella", se dijo entonces, "pero su luz aumenta cada vez más su intensidad en el cielo del México Inmortal". Y en El Limón de Papatzindán de Romero, su memoria perdura, grabada en la tierra que lo vio prisionero, pero que también reconoce su bravura y su amor por la patria.
Datos proporcionados por el Profr. Honorato Pérez Negrón Benjumé



